martes, 28 de septiembre de 2010

¿Por qué preguntamos por qué?

La madre y el hijo se disponían ya a embarcarse para regresar a su tierra en el Norte de África, pero se habían detenido a descansar un poco en la orillas de Roma. Asomados a la ventana de la casa donde se hospedaban, ambos podían sentir sobre sus rostros la humedad del viento que soplaba desde el Puerto de Ostia. En aquella tibia tarde del año 387, Mónica y Agustín comenzaron un dulce coloquio sobre la enormidad y belleza del mar, del cielo y de los astros; pero aquella agradable conversación terminó en el silencio de la contemplación. Fue en aquel silencio, como lo narra el mismo Agustín en sus Confesiones (IX, 25), donde resonó la voz de las creaturas: “No, no nos hemos hecho a nostras mismas, sino que nos ha hecho el que permanece eternamente” (Eclo. 18,1). Y habiendo dicho ya su verdad, enmudeció también la naturaleza entera, quedando acallada toda imagen de agua, aire y tierra, en un alma deseosa ahora, de escuchar sólo la inaudible y eterna Palabra por la que todo fue hecho (Jn.1,3).
Sin embargo, pasados ya más de mil seiscientos años, asomarse por la ventana para contemplar el cielo y conversar sobre su belleza, parece ser un raro ejercicio en los días de una generación, habituada más bien, a ver la televisión y a comentar partidos de fútbol, o en el mejor de los casos, lo que dicen las noticias. Y para hacer honor a esta contemporánea costumbre, comentemos pues, que a comienzos del pasado mes de septiembre, los diarios locales anunciaron que, según el “The Times” de Londres, el conocido físico británico, Stephen Hawking, a propósito de su último libro titulado “The grand desing”, sostenía que no es necesario invocar una fuerza divina para explicar el origen del universo. Según su investigación científica, el universo puede ser creado de la nada, tan sólo porque existe una ley como la de la gravedad. Por lo tanto, en esta nueva teoría, el “Big Bang”, la “gran explosión que originó el cosmos, no sería otra cosa que la inevitable consecuencia de las leyes de la física. En consecuencia, podría afirmarse que una “creación espontánea” es la razón última por la cual se explica que algo exista en lugar de nada.
Pero ante semejante conclusión, uno no puede dejar de preguntarse, en simple lógica, cómo puede afirmarse que una ley física explica que algo existe en lugar de nada, cuando semejante nada es insostenible desde el momento que se dice que existe una ley física que explica que algo existe. Si alguna ley física, como la de la gravedad, hace comprensible la gran explosión originaria del universo, ello no parece responder, en último término, a la pregunta por la razón de ser o de existencia de semejante explosión. Si la densa concentración de materia, de la que se seguiría luego el “gran estallido”, obedece al mecanismo de la gravedad, es lógico preguntarse por el origen de esa materia y de la ley que la gobierna.
Uno no necesita ser físico, ni matemático para oponer estas cuestiones a la conclusión del eminente científico, simplemente porque dicha conclusión tampoco es científica, sino una “pretendida” deducción lógica. En consecuencia, la “presunta” afirmación científica de Hawking demuestra que, incluso su propio razonamiento de investigador, tiene un natural dinamismo que lleva a la razón, más allá de la pura observación física (meta-física). Quien desconoce la ciencia cosmológica, no debe atreverse a negar, sin más, que, en buena física, alguna de las leyes cósmicas, como la de la gravedad, puede ser la explicación inmediata sobre los inicios del espacio sideral; pero semejante explicación tampoco podrá pretender ser la última y definitiva respuesta, tan sólo porque la pregunta sobre por qué existe algo en lugar de nada, no se puede responder matemáticamente. En todo caso, se podrá ilustrar con las matemáticas que así como, en teoría, un número puede ser dividido hasta el infinito, de igual manera, la pregunta del por qué, puede sucederse en una cadena indefinida; basta enfrentarse a la inquisidora razón de un pequeño de cuatro o cinco años que todavía no sabe matemáticas, pero ya sabe descargar una serie de “por qués” que, al final, no nos queda más remedio que preguntarnos el por qué de tanto por qué.
La ley de la gravedad puede ser o no la respuesta a la pregunta de cómo ha empezado a existir el universo; esa es una discusión cuya solución habrá que dejar a los astrofísicos. Sin embargo, por qué ha empezado a existir el universo, es una cuestión que no pretenderá ya responder el científico que quiera ser coherente con su método. En otras palabras, Dios o el horizonte de conocimiento al que apunta lógicamente la pregunta del por qué, no puede ser objeto de la ciencia, por la obvia razón de que dicho nivel de conocimiento está más allá de la realidad material, matemáticamente medible y experimentable. La ley de la gravedad o cualquier otra de las conocidas leyes físicas no parecen responder a la pregunta de por qué preguntamos. La fe es una razonable respuesta, pero no una científica respuesta, de donde se concluye que el conocimiento científico no agota las posibilidades de la razón. Entonces, es razonablemente posible afirmar a Dios como el origen de nuestra capacidad de preguntar, pues a toda pregunta corresponde una respuesta, como a toda efecto corresponde una causa y a una creación un creador. Por el contrario, decir que algo existe de modo espontáneo, es como decir que algo existe porque existe; y ésta, no parece una respuesta razonable.
Uno puede hablar sobre aquello que ve, pero de aquello que uno contempla, no se dice inmediatamente algo, porque lo que se impone es la Palabra que nos interpela y nos pide escuchar. En una reciente audiencia, Benedicto XVI, comentando el pasaje agustiniano de Ostia, nos dice: «En el camino a la verdad, hay una idea fundamental: “las creaturas deben callar para que se produzca el silencio en el que Dios puede hablar”. Esto es verdad también en nuestro tiempo: a veces se tiene una especie de miedo al silencio, a pensar en los propios actos; a menudo se prefiere vivir sólo el momento fugaz, esperando que traiga felicidad duradera; se prefiere vivir, porque parece más fácil, con superficialidad, sin pensar; se tiene miedo de buscar la Verdad, o quizás, se tiene miedo de que la Verdad nos encuentre, nos aferre y nos cambie la vida, como le sucedió a san Agustín».


Alberto Anguiano García.

1 comentario:

  1. ¿Por qué preguntamos por qué? Pues simplemente porque nadie tiene todas las respuestas en la mano. Le atribuyen a Aristóteles haber dicho que el que pregunta lo hace porque sabe o porque no sabe; si sabe, pregunta porque se da cuenta de que aunque sabe algo no lo sabe todo y por tanto quiere saber más; si no sabe, pregunta porque quiere empezar a saber. No sé si la atribución del dicho al Estagirita es exacta, pero lo que sí es cierto es que por mucho que sepamos siempre habrá un déficit de conocimiento que hará que nos estemos preguntando incesantemente por qué (y muchas otras cosas más). Ese déficit indica que la realidad desborda la capacidad cognoscitiva del ser humano, de ahí que mientras haya seres pensantes y cuestionantes en nuestro planeta nadie podrá decir con justicia que tiene en sus manos La Verdad (así, con mayúscula y en singular). Por eso, como dice Aristóteles en la frase inicial de su Metafísica (y esta vez sí me consta la cita), Pántes ánthropoi tou eidénai orégontai physei: Todos los hombres desean por naturaleza saber.

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