martes, 14 de diciembre de 2010

El mundo en progreso

Jesús Rafael Martínez Guerrero
Recensión de A. Peacocke, «El mundo en progreso», en id., Los caminos de la ciencia hacia Dios, España 2008, 118-146.
El artículo que se presenta, tiene como objetivo el realizar un recorrido por la teoría de la evolución desde las últimas propuestas que se han hecho o que han quedado abiertas (desde lo científico). E Igualmente, tiene como fin el presentar la postura de la Teología respecto a esta teoría, de manera que el autor busca «mostrar que, lejos de ser una amenaza, el panorama científico para el tercer milenio, o al menos para el siglo XXI, representa un estímulo para que la teología devenga más abarcadora e incluyente, a condición de que modifique de raíz los paradigmas comúnmente aceptados en su seno»[1]. Y es que, para la teología del pasado, la teoría evolucionista fue vista como un reto, e incluso como una amenaza, a las creencias monoteístas sobre Dios, la naturaleza y la humanidad, las cuales estaban basadas en una perspectiva bíblica, del libro de Génesis.
Según Peacocke, hoy más que nunca, se considera a Dios implicado en una creación continua, entendiéndose esto como una creación eterna, realizada por un Creador eterno, el cual no cesa de conferir existencias a procesos inherentes creativos y generadores de formas nuevas –la teología que no asuma esta postura, estará condenada al fracaso–. Esta visión teológica, se basa en el planteamiento evolucionista darwiniano de la «selección natural». Teniendo estos aspectos como base, el autor echará «un vistazo a diferentes estadios en los procesos que llevan a la vida» y reflexionará «sobre la relevancia para la comprensión de la naturaleza, la humanidad y Dios», así como «su relevancia para la teología, para la exploración hacia Dios»[2].
a) El orden físico del universo. Para Peacocke, según los científicos, no cabe duda que «todas las concretas individualidades del mundo, incluidos los seres humanos, están constituidos por entidades físicas fundamentales»[3]. Lo cual concuerda plenamente con la tradición bíblica de que «Dios formó al hombre del polvo de la tierra» y de que a Adán se le dijo «polvo eres y al polvo volverás» (cf. Gn 2,7; 3,19). Pero este monismo, no obliga a explicar la existencia de todo por medio de la física fundamental.
b) El origen de la vida. Acerca de este tema, existe un gran debate sobre el modo en que irrumpió la existencia en las primeras entidades «vivas». Referente a esta temática, están Prigonine y Eigen, quienes demostraron que, en circunstancias adecuadas, es probable que se produzca la transformación de ciertos sistemas físico-químicos de moléculas muy grandes en complejos sistemas autorreproductores. Igualmente, hoy en día no cabe duda que la materia tiene capacidad para auto-organizarse por su «complejidad irreductible», lo cual lleva a justificarse por medio del «diseño inteligente», es decir, a ver a Dios como el presumible «diseñador», utilizándose a Éste como el «Dios tapa agujeros». Esto se opone a los teístas, pues para ellos, Dios es quien confiere al proceso en conjunto la existencia, y con ella la capacidad potencial de producir sistemas auto-organizativos e incluso la vida, por tanto, Dios no actúa como «tapa agujeros».
c) El principio antrópico. Según Brandon Carter, la evolución de la vida está basada en el elemento carbono; gracias a explosiones de estrellas es que se tiene la vida, la cual está formada de carbono. Este argumento fue asumido por autores para justificar la existencia de un Dios que desea dar origen a la vida humana. Nuestro autor no está de acuerdo con esto último, más bien ve en el principio antrópico una base para afirmar que «nuestra aparición en este universo está al menos en consonancia con el postulado de un Dios Creador, que alberga el designio de conferir la existencia a personas vivas y, con el tiempo, conscientes de sí mismas»[4], lo cual es contrario a utilizar el principio como una prueba de tipo físico teológico de la existencia de Dios. La postura de nuestro autor es contraria a aquella que ve en el principio antrópico algo azaroso de nuestro universo, y que niega una causa divina en la aparición de la vida, pues él afirma que Dios se puede afirmar hasta del azar para conferir y sustentar vida, ya sea en nuestra galaxia o en otra.
d) La duración de la evolución. El origen de la vida debe haberse producido en los primeros 500 millones de años de la tierra, de los 4 mil millones de años que hasta ahora dura la tierra. Han surgido y desaparecido cientos de millones de especies. Ante esto, los teístas tienen que afrontar nuevas preguntas: ¿las especies que han precedido al homo sapiens, han sido meros productos secundarios?, ¿tienen valor en sí? Peacocke, afirma que «Dios disfruta de la ingente variedad e individualidad de otros organismos en cuanto tales, por su propio valor», lo cual es ratificado por la Escritura (cf. Gn 1,31 y Sal 34), y tiene un gran valor para una teología ecológica[5].
e) El mecanismo de la evolución biológica: la selección natural. Ningún biólogo profesional duda de que la selección natural –el agente más importante en la evolución– sea un factor operativo en la evolución biológica, y que es autosuficiente. Aquí se tiene que pensar en la realidad de la muerte por la que deben pasar las especies, pues es esencial para la supervivencia de esta misma. Esta idea, según el autor, debe entenderse como el medio por el que Dios ha creado y sigue creando, pero la muerte no se achaca a él, pues Él «no hace las cosas, sino que hace que las cosas se hagan a sí mismas», pues a dichos seres es inherente la transformación[6]. Igualmente, algunos evolucionistas afirman que el proceso de la evolución ha ocurrido de una manera incontrolada, accidental y fortuita –proceso de azar, según Jacques Monod–, atribuyéndose valor metafísico al azar, así como la falsedad de una ley de necesidad que ha seguido ésta. Para Peacocke, los teístas han de considerar que tales potencialidades están inscritas en la creación por el designio divino, y que Dios las actualiza por medio de la acción del azar, que las estimula para que cobren existencia, es decir, que Dios es el fundamento y la fuente última tanto de la ley (necesidad) como del azar, que Dios crea en el mundo a través de la acción del azar dentro del orden creado.
f) Aparición de la humanidad. Las pruebas atestiguan que la naturaleza humana emergió gradualmente, a través de un proceso continuo, a partir de otras formas de homínidos y primates. Entre éstos estarían los neandertales del Paleolítico Medio, los cuales se caracterizan por tener ritos funerarios, que indica la fe en alguna forma de vida después de la muerte. De aquí se concluye que una criatura fue adquiriendo conciencia, sensibilidad, responsabilidad moral y capacidad de responder a Dios, que fue adquiriendo aspiraciones a una perfección todavía no alcanzada. Así no cabe hablar de «caída en el pecado». Por esto, Peacocke se cuestiona si no sería mejor hablar de una especie de caída que se da cotidianamente, por el hecho del hombre estar envuelto en una naturaleza que se descubre como inacabada, previamente inalcanzable, y no tanto de restauración de un estado de perfección pasado y ahora perdido.
g) La conducta humana. El comportamiento del hombre está condicionado por la realidad sociobiológica, así lo reconocen muchos científicos. De aquí que, Peacocke afirme que los teólogos deberían reconocer que Dios ha creado una criatura genéticamente condicionada. Pero reconoce que dicha herencia no puede determinar de antemano el contenido de su intelecto –razonamiento moral–, evitándose caer en la falacia genética de reducir la evolución cultural a los orígenes biológicos, ni reducir la ética por las mismas razones. Y es que es cierta la teoría conductual de la sociobiología, pero sin absolutizar, lo cual no es contrario a la teología madura, que ve en la maduración moral un resultado del designio divino.
h) ¿Tendencias y direcciones de la evolución? Peacocke se realiza varias preguntas: ¿puede decirse que Dios realiza algún designio en la evolución biológica? ¿El proceso evolutivo en su conjunto, es tan aleatorio que en él no se puede discernir sentido alguno, y mucho menos un sentido pretendido por Dios? Se responde afirmando la existencia de tendencias inscritas en la evolución biológica, es decir, de una dirección general en el proceso evolutivo y de una implementación de propósitos divinos a través de la interacción del azar y la ley (necesidad), sin necesidad de un plan determinista que fije todos los detalles estructurales de cualquier organismo que emerja con rasgos personales, capaces de relacionarse personalmente con Dios; y que responde a un designio divino, pero no entendiéndose como manipulación divina de las mutaciones.
i) Ubicuidad del dolor, el sufrimiento y la muerte. A muchos científicos sensibles, la muerte les ha parecido que implica demasiado dolor y sufrimiento para ser obra creadora de un Ser bueno. Para Peacocke, la ubicuidad del dolor y el sufrimiento en el mundo vivo, es consecuencia inevitable de la inteligencia, del sistema nervioso, que son producto de la selección natural. Además, en un universo infinito, sólo pueden cobrar existencia nuevos modelos, si los viejos se disgregan, dejándoles sitio. La muerte es requisito para la creatividad del orden biológico.
j) La exploración de la vida y nuestra exploración de Dios. La evolución ha sido presentada como caricatura a partir de la «selección natural», al llamársele «naturaleza de dientes y garras ensangrentadas»[7]. Además la inmensa ramificación del árbol de la vida, es profusa y desbordante. A esto argumenta nuestro teólogo, que esto habla, en caso de haber un creador, de un Dios prolijo de la diversidad natural, donde todo tiene un valor, pues se goza y deleita en crear. Por otro lado, nuestro autor concluye que la evolución también tiene un lado oscuro: dolor, sufrimiento y muerte; pero que tiene cierto sentido en Dios, cuya naturaleza íntima es tal que puede conferir existencia a otras entidades, habitándolas para participar con el tiempo en la inefable vida divina de la Realidad última que es Él, y sin olvidar que también Él sufre por el sufrimiento de las criaturas en los procesos evolutivos creadores del mundo.
Por esto, Peacocke plantea que la creación es una empresa arriesgada y costosa para el Creador, pues «Dios quiso que a partir de la materia emergieran personas dotadas de libertad, lo que abre la posibilidad de alejarse de los propósitos divinos», por tanto, Dios ha corrido un riesgo, que lo enfrenta desde una postura amorosa y voluntariamente, pero con sufrimiento[8].
Opinión personal. El artículo del autor puede ser tenido como un texto interesante y atractivo, busca conciliar la teoría de la evolución con la fe cristiana, lo cual logra muy bien. Ahora bien, desde mi punto de vista, noto que al hacer dicha conciliación, coloca a la teología, si así se puede decir, como mancilla de la ciencia, pues va presentando lo que afirma la ciencia, lo que argumentan los autores, y posteriormente presentando lo que dice la teología hoy en día, pero siempre dejando a ésta en un segundo plano. Es decir, que Peacocke, no respeta la autonomía que posee cada parte del conocimiento, el científico y el teológico.


[1] Cf. A. Peacocke, «El mundo en progreso», en id., Los caminos de la ciencia hacia Dios, España 2008, 118-119.
[2] Cf. Ibidem, 120.
[3] Cf. Ibidem, 121.
[4] Cf. Ibidem, 125.
[5] Cf. Ibidem, 127.
[6] Cf. Ibidem, 130.
[7] Cf. Ibidem, 141.
[8] Cf. Ibidem, 145-146.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Raúl Vera: el pastor de las controversias



Periódico Zócalo Saltillo
11 de noviembre de 2010
Bernardo Barranco V.

El 7 de noviembre, Raúl Vera, obispo de Saltillo, recibió el premio Rafto 2010, por su actuación en la defensa de los derechos humanos y la justicia social en México. Fue galardonado por la prestigiada fundación noruega Rafto, porque es “un crítico del abuso del poder y un defensor valiente de los inmigrantes, los pueblos indígenas y otros grupos en peligro”. Vera, a lo largo de su trayectoria, se ha atrevido a cuestionar a las autoridades y a defender los derechos humanos de grupos más vulnerables. No es un personaje que calcula sus reproches y cuestionamientos a gobiernos. Sus posturas han llegado a chocar con muchos obispos, como fue el caso de la condena a los matrimonios gays y a la condición homosexual; allí Vera llamó a quitar prejuicios y no actuar como fariseos, se refirió a quienes consideran que aquellos que tienen una orientación diferente a la heterosexual son “incapaces” de realizar aportes a la sociedad, por ejemplo como padres o madres de familia, sin necesidad de aparentar lo que no son. La Diócesis de Saltillo es una de las pocas que tiene un trabajo pastoral con este sector, apoya a la comunidad de San Elredo, que promueve los derechos humanos de homosexuales y lesbianas.

Vera goza del reconocimiento, no sólo de progresistas de la sociedad, sino aun por conservadores que, sin estar de acuerdo con sus posturas, lo tomen en cuenta. Es uno de los pocos obispos respetados por diferentes sectores de la clase política, desde el gobernador Humberto Moreira –quien ya lo postula para el Premio Nobel y admite que a veces le “jala las orejas”– hasta Andrés Manuel López Obrador –quien lo declara “el mejor obispo en México”.

La fórmula de Vera es sencilla, es una persona honesta y congruente. Vive el evangelio con todas sus exigencias y sabe trasmitir con fervor su fe. En su casa no tiene piscinas ni gimnasios, no aparece en las revistas sociales en banquetes junto a los acaudalados ni tiene órdenes de aprehensión por millonarios fraudes. Es un pastor coherente. Él mismo se define obispo controvertido, defensor perseverante de los derechos humanos: indígenas, mujeres, mineros, campesinos, migrantes, homosexuales. Crítico de los gobiernos panistas y del uso de la violencia indiscriminada de las fuerzas armadas en la lucha contra el crimen organizado.

Es uno de los pocos herederos de aquella generación de obispos comprometidos con los pobres y en la defensa de los derechos humanos que en las décadas de 1960 y 70 enfrentaron en diversos países de América la represión de los autoritarismos militares. Aún se recuerda a personajes como Helder Cámara, de Brasil, y Óscar Romero, de El Salvador. Mientras esta generación de prelados maduraba en la Conferencia de Medellín, Colombia, en 1968, el joven estudiante de la Facultad de Ingeniería en la UNAM Raúl Vera vivió en carne propia el movimiento estudiantil en México. Vera tiene notorias diferencias con el resto de los obispos; mientras la mayoría de los prelados ingresan al seminario siendo casi niños, entre los 11 y 14 años en promedio, casi 70%, Raúl Vera ingresa a la orden de los dominicos con 23. Es uno de los poquísimos prelados que ha cursado su carrera en una universidad pública y secular; recordemos que la mayoría de los obispos ha adquirido su formación en instituciones intraeclesiásticas. Estos datos revelan la mayor sensibilidad social de Vera, así como la mayor capacidad de interlocución secular que posee el obispo. “L’Église, c’est un monde”, diría Emile Poulat, mi viejo profesor de sociología de la religión, porque muchos obispos no conocen otro.

Vera es designado en 1995 obispo coadjutor en la Diócesis de San Cristóbal de las Casas, en pleno levantamiento zapatista, el entonces nuncio Prigione lo coloca allí para neutralizar y contrarrestar la labor de Samuel Ruiz. Vera sorprende a la opinión pública porque no sólo hace propios los compromisos de la diócesis, sino radicaliza su opción pastoral por los indígenas ante el estupor de los sectores conservadores de la Iglesia mexicana y del propio Gobierno mexicano. De ahí que ante el retiro de Samuel Ruiz, el Vaticano no lo confirme como sucesor en la diócesis y lo nombra obispo de Saltillo, en 1999. En Bergen, Noruega, en su mensaje de agradecimiento por el premio, Vera expresó: “A través de mi labor, en colaboración con defensores de los derechos humanos, me ha tocado ser testigo de cómo impunemente se atenta contra la dignidad de la persona, en diversos ámbitos y distintas áreas geográficas de México... La impunidad es la característica actual de la administración de justicia en México; aun en los casos aparentemente resueltos para quienes piden justicia, no existe reparación del daño, ni cumplimiento de sentencias o recomendaciones internacionales, ni castigo para los violadores de los derechos humanos dentro del Estado. La Fundación Rafto se pudo haber equivocado en haber elegido a la persona no adecuada para su Premio 2010, pero no se equivocó en elegir a México para hacer denunciar ante la comunidad internacional la terrible situación de violaciones sistemáticas a los derechos humanos de parte del Gobierno contra ciudadanos de nuestro país”. Felicidades.