domingo, 31 de octubre de 2010

Botella al mar para el Dios de las palabras



Discurso del Premio Nobel de Literatura 1982, Gabriel García Márquez, en el I Congreso Internacional de la Lengua Española celebrado en Zacatecas, México, el 07 de abril de 1997. En dicho congreso García Márquez fue homenajeado, intervino en la apertura del congreso y provocó una formidable polémica al abogar por la jubilación de la ortografía. Este es uno de los discursos que recogidos en su nuevo libro Yo no vengo a decir un discurso presentado en la Cd. de México el pasado 29 de octubre de 2010 y editado por Cristóbal Pera y publicado por la editorial Mondadori.

"A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: ¡Cuidado! El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: ¿Ya vio lo que es el poder de la palabra? Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor, que tenían un dios especial para las palabras.

Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor.

No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.

La lengua española tiene que prepararse para un ciclo grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de diecinueve millones de kilómetros cuadrados y cuatrocientos millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en los Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países.

Llama la atención que el verbo pasar tenga cincuenta y cuatro significados, mientras en la república del Ecuador tienen ciento cinco nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero, dijo: “Parece un faro”. Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazo un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que Don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es el color de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cereza que sabe a beso?

Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempos no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo veintiuno como Pedro por su casa.

En ese sentido, me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los ques endémicos, el dequeísmo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?

Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis doce años".














viernes, 29 de octubre de 2010

Recensión: La creación según Santo Tomás de Aquino (por Antonio López Quiroga)


La creación según Santo Tomás[1]

Tras la lectura del capítulo de referencia, es posible determinar que la pretensión u objetivo del autor consiste en establecer, de manera sintética, la doctrina sobre la creación planteada por Santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica (STh), pero desde un ámbito global, es decir, tomando en cuanta las diversas categorías y realidades que necesariamente deben abordarse al tocar el tema de la creación.
Para cumplir con su objetivo, León Lastra divide el capítulo en siete apartados en los que busca (i) la clarificación de determinados conceptos (creación, participación y emanación); (ii) analizar la creación desde los atributos y naturaleza de Dios (Dios creó libremente, ¿qué le movió a Dios a crear?, y Dios trino creador); y (iii) establecer el fin específico del hombre como creatura (Creados para amar).
A continuación se ofrece una breve síntesis en la que se presentan los principales argumentos del autor con respecto a la tesis tomista, para finalmente, mediante un cuadro sinóptico, establecer los conceptos clave para la comprensión de la lectura.
1. Creación: Dentro de la STh, el tema de la creación se sitúa después de abordar el tema de Dios en sí mismo y antes de la ética humana. En este contexto, se afirma que el origen y destino del universo tienen un mismo punto de partida y de llegada: Dios. Ello implica la dependencia existente entre el Creador y lo creado, pues el primero mantiene en el ser a lo segundo. Dios crea «de la nada», es decir, no existe realidad previa a la creación; para el Aquinate, crear «a partir de la nada no implica que la nada interviniera en el proceso ofreciendo lo que no puede ofrecer, ser, sino que la expresión [ex nihilo] se refiere solo a una secuencia de orden. La creación es lo que permite que algo fuera de Dios exista.»[2]. Por otro lado, Santo Tomás distingue entre la creación y la salvación, pues la primera es obra de la bondad de Dios, mientras que para la segunda es necesario el pecado.
2. Participación: Toda vez que ser creado es una realidad extrínseca a la creatura, en la creación es necesaria una participación del ser de Dios. Lo anterior se afirma no como una emanación, sino porque en las creaturas se refleja el modo de ser del Creador, de la misma forma que aquello creado por el hombre es imagen de su inteligencia y su destreza. La creación, para Tomás de Aquino, puede verse desde dos perspectivas, a saber: (i) causalidad eficiente (Dios es autor de cuanto existe); y (ii) causalidad ejemplar (implica el modo de ser de la creatura en relación con el modo de ser del Creador).
3. Emanación: Término empleado por el Aquinate para referirse a la creación, pero en el sentido de una procedencia y, en cuyo fondo, se encuentra la decisión libre de Dios.
4. Dios creó libremente: En virtud de lo anterior, se afirma que la creación es producto de un acto libre de Dios. De aquí derivan dos posturas importantes: (i) la corriente panteísta que sostiene que no hay diferencia entre creado y creador, es decir «Dios y mundo constituyen una realidad inseparable»[3]; algunos atribuyen la eternidad de Dios al mundo; otros ven el mundo como prolongación del ser de Dios; hay quienes aceptan el acto creador pero no ex nihilo, sino como emanación de la misma naturaleza de Dios de donde resultaría que Dios y mundo son sinónimos; y (ii) la tesis tomista que afirma que la creación no es continuidad de la naturaleza divina pues Dios creó el mundo, a través de su Palabra, por un acto libre que no supone un cambio en su ser.
5. ¿Qué le movió a Dios a crear?: Al tratarse de un acto libre de Dios, en la creación no cabe ni necesidad ni azar, sino que hay un proyecto de fondo. Por un lado, Dios ha querido darse a conocer a través de su creación (Cfr. S.Th. III, 1, 1); por otro, Dios ha querido comunicar su bondad y perfección, lo que hace posible una comunión entre él y la creatura (Cfr. S.Th. I, 45, 4). De ello puede inferirse que «de la comunicación de su bondad se pasa a la comunicación de su amor. Se ama sólo lo bueno, y comunicar lo bueno es lo propio del amor […] la creación es un efecto del amor de Dios a lo creado. Dios creó por amor»[4]. Desde esta perspectiva la creación toma relación con la salvación.
6. Dios trino creador: San Basilio atribuyó funciones a cada persona divina: el Padre dispone; el Hijo crea y el Espíritu Santo consuma la acción. Tomás de Aquino, por su parte, señala que lo creado se entiende a partir de la revelación trinitaria de Dios, en donde se halla el fundamento de la libertad y del amor como categorías esenciales en el ser humano. (i) La Palabra, fundamento de la libertad creadora de Dios: ya quedó apuntado que Dios crea por un acto de libertad. Ese acto libre, que es antecedido por el pensamiento libre, trae como consecuencia la emisión de la palabra que, a su vez «es la lógica de la creación, es quien pone armonía y orden en ella […] la palabra responde a un pensamiento, propósito de orden, de fin, que pertenece al reino de la libertad, y de acuerdo con él crea.»[5]; y (ii) El Espíritu Santo creador, expresión del amor creador de Dios: Dios crea por la libertad realizada en el amor; el Espíritu Santo transforma ese amor divino en persona.
7. Creados para amar: El hombre es creado a imagen y semejanza de Dios; ello se ve tanto en su naturaleza (dimensión o capacidad intelectual) como en su condición o tendencia trinitaria (dimensión o capacidad afectiva). Al ser el hombre efecto del amor de Dios, entonces está creado para amar. No obstante el hombre tiene a Dios en su origen, es un ser limitado en el que existe la inquietud por la eternidad, por lo incondicionado y por lo absoluto. «Salimos de su amor y a su amor estamos destinados a volver»[6].

La creación según Santo Tomás
Creación
Dios es el origen y destino del universo.
Dependencia entre Creador y creatura
Creación ex nihilo (no hay realidad previa a la creación


Participación
Dios participa su ser a la creatura
En la creatura se refleja el modo de ser de Dios
Causa eficiente (Dios creador de todo); Causa ejemplar (relación en el modo de ser)


Emanación
Procedencia en virtud de un acto libre de Dios


Libertad
Tesis panteísta: Dios y mundo constituyen una realidad inseparable
Tesis tomista: la creación no es continuidad de la naturaleza divina


Motivación
El acto creador no es necesario ni azaroso; es libre
Dios se ha querido dar a conocer a través de la creación
Dios muestra su bondad y perfección: la creación es un acto libre de amor


Trinidad
La creación se entiende a partir de la revelación trinitaria de Dios
La Palabra es el fundamento de la libertad creadora de Dios
El Espíritu Santo es la expresión del amor creador de Dios


Finalidad
El hombre es creado a imagen y semejanza de Dios (dimensión intelectual y afectiva)
Si el hombre es efecto del amor de Dios, entonces es creado para amar
El hombre sale del amor de Dios y está destinado a volver a él



[1] León Lastra, J. J., Creado y creador, Salamanca 2006, pp. 40-62.
[2] Ibidem, pp. 40-41.
[3] Ibidem, p. 45.
[4] León Lastra, J. J., Creado y creador, p. 50.
[5] Ibidem, p. 56.
[6] Ibidem, p. 62.

Recensión: The historical roots of our ecological crisis (por Antonio López Quiroga)


The historical roots of our ecological crisis[1]

En el artículo de referencia, Lynn White busca fundamentar la crisis ecológica de la época actual[2] en la influencia que el cristianismo ha ejercido en la historia de la humanidad. Basándose en un diálogo sostenido con Aldoeus Huxley, el autor inicia su artículo hablando sobre el uso indebido que el hombre hace de la naturaleza, así como las consecuencias que ello genera.
Hablando de los seres vivos (sin considerar al ser humano), señala que son capaces de modificar su hábitat creando un ambiente favorable para los demás, v. gr., los corales. Sin embargo, el ser humano ha hecho lo mismo pero de forma inversa, es decir, han utilizado los recursos naturales para crear diversos instrumentos que le han ayudado a su desarrollo, pero que también han contribuido a la modificación de su medio ambiente (en este sentido menciona a la deforestación realizada por los romanos a fin de crear naves para el ataque contra los cartaginenses). Respecto de los aspectos mencionados, es posible hablar de una transformación del ámbito ecológico, en el primer caso tiene efectos positivos; en el segundo han llegado a ser devastadores.
En el desarrollo histórico del ser humano, la ciencia aparecía como una realidad perteneciente a la aristocracia, pues implicaba un conocimiento más especulativo e intelectual, mientras que la tecnología, era propia de la clase baja y su conocimiento era empírico orientado a la acción. Es a mediados del siglo XIX cuando surge la fusión entre ambas realidades, ello en virtud de las nuevas democracias, la supuesta eliminación de las clases sociales y la unión entre «cerebro» y «manos».
No obstante la ciencia y la tecnología han tomado elementos provenientes de culturas orientales (China, Japón, Países Árabes), la influencia estilística y metodológica que ha imperado y que se destaca hasta nuestros días es la occidental. Este desarrollo científico en Occidente se sitúa incluso antes de la Revolución Industrial del s. XVIII, e incluso antes de la Revolución Científica del siglo XVII. Hacia el año 1000, en Occidente se utilizaba el agua como fuente de energía aplicada a procesos industriales; lo mismo en el siglo XII pero con el viento. Ya para el s. XIV aparece la automatización, y a finales del s. XV viene la superioridad tecnológica en Europa a raíz del descubrimiento de las «Nuevas Indias».
Hay quienes señalan que la ciencia moderna encuentra sus inicios en 1543 con la publicación de las obras de Copérnico y Vesalius, sin embargo, no constituyen el punto de partida del desarrollo científico occidental, de hecho, éste encuentra su sustento en el desarrollo de los árabes y griegos, cuyas obras fueron traducidas al latín en el s. XI, así como del Islam en el s. XIII.
En cuanto a la visión medieval del hombre y la naturaleza, Lynn White señala que cuando la agricultura era la ocupación primordial de toda sociedad, existía un sentido de pertenencia a la tierra; ésta se distribuía de acuerdo con las necesidades de cada familia. Sin embargo, conforme los métodos de cultivo fueron progresando, el hombre se convirtió en explotador de la tierra, por lo que la distribución de la misma ya no respondía a las necesidades, sino que se relacionaba con la capacidad de explotación del individuo.
Esto resulta revelador en tanto que aquello que el hombre hace con la ecología, depende de la autoconcepción  que tenga, en relación con aquello que lo rodea. En este sentido, la ecología humana está profundamente relacionada con las creencias sobre la naturaleza y destino del hombre, es decir, por el ámbito religioso[3].
Derivado de lo anterior, es posible afirmar que el cristianismo ha ejercido una notable influencia en Occidente, de hecho, su triunfo sobre el paganismo puede considerarse una de las revoluciones más importantes de nuestra cultura; sin embargo, con respecto al tema inicial, cabe la cuestión sobre ¿qué dice el cristianismo con respecto a la relación del hombre con su medio ambiente?
A diferencia de otras tradiciones, la judeocristiana introduce una concepción lineal de la historia; muestra a un Dios amoroso y todopoderoso, creador de todo cuanto existe. El cristianismo es la religión más antropocéntrica que jamás haya existido: Dios creó al hombre a imagen y semejanza suya, y le proporciona todo lo creado para la realización de sus propios fines. Con ello, el cristianismo se distingue de las doctrinas paganas de la antigüedad, así como de las tradiciones religiosas asiáticas, en las que se creía que cada cosa de la naturaleza estaba poseída por un espíritu, por lo que para explotarla, había que apaciguar a dicho espíritu; el cristianismo, por su parte, rompe con ese «animismo» y da pie a la explotación de la naturaleza (justificándola en el libro del Génesis).
Es necesario comprender el dogma de la creación en un sentido distinto: Dios crea la naturaleza y ésta es, a su vez, reveladora de la divinidad (de aquí parte la Teología Natural). Para el cristianismo greco-oriental, la naturaleza era símbolo de la comunicación de Dios con el hombre (la mirada sobre la naturaleza era artística, no científica). Para el s. XIII, en el cristianismo occidental latino la Teología Natural toma otro matiz: se busca comprender a Dios mediante la comprensión sobre cómo opera su creación. En este ámbito se sitúan los grandes científicos de ese tiempo; es hasta el s. XVIII cuando algunos consideran innecesarias las hipótesis sobre Dios.
Para el autor, al ser el cristianismo el impulsor de la ciencia y la tecnología en Occidente, entonces forma parte primordial de la crisis ecológica que dichas realidades han producido. En este sentido, el cristianismo carga en su espalda una gran culpa. Para el autor, si el desorden fue provocado por el cristianismo, entonces en él se debe encontrar la solución al problema; considera, con justa razón, que la crisis ecológica no se resolverá con más ciencia y tecnología.
Para ello, Lynn White toma la doctrina de San Francisco de Asís. Para este hombre ejemplar, la concepción de la relación del hombre con la naturaleza era distinta: pretendía eliminar la «monarquía» del hombre sobre la naturaleza y establecer una democracia entre las creaturas de Dios. Ello nos lleva a pensar en que la solución se encuentra en la autoconcepción del hombre, pues ésta influirá en la forma en que se relaciona con su entorno. De hecho, el autor afirma que la crisis ecológica continuará en tanto se siga aceptando el postulado cristiano que afirma que la razón de ser de la naturaleza es que ésta se encuentra al servicio del hombre.
Como se puede apreciar en los datos anteriores, el autor argumenta de manera lógica el objetivo de su artículo: establecer las raíces históricas de la crisis ecológica actual. No obstante lo anterior, desde una perspectiva muy personal, me atrevo a decir que si bien es cierto que el cristianismo ha ejercido un poder en el mundo occidental a lo largo de muchos siglos, y que dicho poder contribuyó al desgaste ecológico del planeta, también es cierto que hoy en día, viviendo en una sociedad completamente secularizada y, en cierto modo, anti-cristiana, se sigue viendo que los avances científicos contribuyen al desgaste del medio ambiente, por lo que considero que la cuestión, aunque históricamente tenga fundamentos, es necesario que nos cuestionemos el por qué la situación cada día es más grave en nuestros días.


[1] Lynn Townsend White, Jr., «The historical roots of our ecological crisis», Science Vol 155 (number 3767), March 10, 1967, pp. 1203-1207.
[2] Es importante señalar que el artículo se escribió a finales de la década de los sesenta, por lo que hoy en día la realidad se presenta, quizá, de manera más drástica.
[3] What people do about their ecology depends on what they think about themselves in relation to things around them. Human ecology is deeply conditioned by beliefs about our nature and destiny –that is, by religion.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Simón Cananeo y Judas Tadeo apóstoles (28 de octubre)


Catequesis de S.S. Benedicto XVI
11 de octubre de 2006
Plaza de san Pedro, El Vaticano

Hoy tomamos en consideración a dos de los doce apóstoles: Simón el Cananeo y Judas Tadeo (a quien no hay que confundir con Judas Iscariote). Los consideramos juntos, no sólo porque en las listas de los doce siempre están juntos (Cf. Mateo 10, 4; Marcos 3, 18; Lucas 6, 15; Hechos 1, 13), sino también porque las noticias que les afectan no son muchas, con la excepción de que el canon del Nuevo Testamento conserva una carta atribuida a Judas Tadeo.

        Simón recibe un epíteto que cambia en las cuatro listas: mientras Mateo y Marcos le llaman «cananeo», Lucas le define «Zelotes». En realidad, los dos calificativos son equivalentes, pues significan lo mismo: en hebreo, el verbo «qanà’» significa «ser celoso, apasionado» y se puede aplicar tanto a Dios, en cuanto que es celoso del pueblo al que ha elegido (Cf. Éxodo 20, 5), como a los hombres, que arden de celo en el servicio al Dios único con plena entrega, como Elías (Cf. 1 Reyes 19, 10).

        Por tanto, es muy posible que este Simón, si no pertenecía propiamente al movimiento nacionalista de los zelotes, quizá se caracterizaba al menos por un celo ardiente por la identidad judía, es decir, por Dios, por su pueblo y por su Ley divina. Si esto es así, Simón es todo lo opuesto de Mateo, que por el contrario, como publicano, procedía de una actividad considerada totalmente impura. Es un signo evidente de que Jesús llama a sus discípulos y colaboradores de los más diversos estratos sociales, sin exclusión alguna. ¡A Él le interesan las personas, no las categorías sociales o las etiquetas! Y lo mejor es que en el grupo de sus seguidores, todos, a pesar de que son diferentes, convivían juntos, superando las imaginables dificultades: de hecho, Jesús mismo es el motivo de cohesión, en el que todos se encuentran unidos. Es una lección para nosotros, que con frecuencia tendemos a subrayar las diferencias y quizá las contraposiciones, olvidando que Jesucristo nos da la fuerza para superar nuestros conflictos. Hay que recordar que el grupo de los doce es la prefiguración de la Iglesia, en la que tienen que encontrar espacio todos los carismas, pueblos, razas, todas las cualidades, que encuentran su unidad en la comunión con Jesús.

        Por lo que se refiere a Judas Tadeo, recibe este nombre de la tradición, uniendo dos nombres diferentes: mientras Mateo y Marcos le llaman simplemente «Tadeo» (Mateo 10, 3; Marcos 3, 18), Lucas lo llama «Judas de Santiago» (Lucas 6, 16; Hechos 1, 13). El apodo Tadeo tiene una derivación incierta y se explica como proveniente del arameo «taddà’», que quiere decir «pecho», es decir, significaría que es «magnánimo», o como una abreviación de un nombre griego como «Teodoro, Teodoto». De él se sabe poco. Sólo Juan presenta una petición que planteó a Jesús durante la Última Cena. Tadeo le dice al Señor: «Señor, ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?». Es una pregunta de gran actualidad, que también nosotros le preguntamos al Señor: ¿por qué no se ha manifestado el Resucitado en toda su gloria a los adversarios para mostrar que el vencedor es Dios? ¿Por qué sólo se ha manifestado a sus discípulos? La respuesta de Jesús es misteriosa y profunda. El Señor dice: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Juan 14, 22-23). Esto quiere decir que el Resucitado tiene que ser visto y percibido con el corazón, de manera que Dios pueda hacer su morada en nosotros. El Señor no se presenta como una cosa. Él quiere entrar en nuestra vida y por ello su manifestación implica y presupone un corazón abierto. Sólo así vemos al Resucitado.

        A Judas Tadeo se le ha atribuido la paternidad de una de las cartas del Nuevo Testamento que son llamadas «católicas», pues no están dirigidas a una determinada Iglesia local, sino a un círculo mucho más amplio de destinatarios. Se dirige «a los que han sido llamados, amados de Dios Padre y guardados para Jesucristo» (versículo 1). La preocupación central de este escrito consiste en alertar a los cristianos ante todos los que toman como excusa la gracia de Dios para disculpar sus costumbres depravadas y para desviar a los demás hermanos con enseñanzas inaceptables, introduciendo divisiones dentro de la Iglesia «alucinados en sus delirios» (versículo 8), así define Judas a sus doctrinas e ideas particulares. Los compara incluso con los ángeles caídos, y con términos fuertes dice que «se han ido por el camino de Caín» (versículo 11). Además les tacha sin reticencias de «nubes sin agua zarandeadas por el viento, árboles de otoño sin frutos, dos veces muertos, arrancados de raíz; son olas salvajes del mar, que echan la espuma de su propia vergüenza, estrellas errantes a quienes está reservada la oscuridad de las tinieblas para siempre» (versículos 12-13).

        Hoy quizá no estamos acostumbrados a utilizar un lenguaje tan polémico, que sin embargo nos dice algo importante. En medio de todas las tentaciones, de todas las corrientes de la vida moderna, tenemos que conservar la identidad de nuestra fe. Ciertamente, el camino de la indulgencia y del diálogo, que emprendió con acierto el Concilio Vaticano II, tiene que continuarse con firme constancia. Pero este camino del diálogo, tan necesario, no tiene que hacer olvidar el deber de recodar y subrayar siempre las líneas fundamentales irrenunciables de nuestra identidad cristiana.

        Por otra parte, es necesario tener muy presente que nuestra identidad exige fuerza, claridad y valentía, ante las contradicciones del mundo en que vivismo. Por ello, el texto de la carta sigue diciendo así: «Pero vosotros, queridos, edificándoos sobre vuestra santísima fe y orando en el Espíritu Santo, manteneos en la caridad de Dios, aguardando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna. A unos, a los que vacilan, tratad de convencerlos...» (versículos 20-22). La carta se concluye con estas bellísimas palabras: «Al que es capaz de guardaros inmunes de caída y de presentaros sin tacha ante su gloria con alegría, al Dios único, nuestro Salvador, por medio de Jesucristo, nuestro Señor, gloria, majestad, fuerza y poder antes de todo tiempo, ahora y por todos los siglos. Amén» (versículos 24-25).

        Se ve con claridad que el autor de estas líneas vive en plenitud la propia fe, a la que pertenecen realidades grandes, como la integridad moral y la alegría, la confianza y por último la alabanza, quedando todo motivado por la bondad de nuestro único Dios y por la misericordia de nuestro Señor Jesucristo. Por este motivo, tanto Simón el Cananeo, como Judas Tadeo nos ayudan a redescubrir siempre de nuevo y a vivir incansablemente la belleza de la fe cristiana, sabiendo dar testimonio fuerte y al mismo tiempo sereno.

domingo, 24 de octubre de 2010

"La Misa sobre el mundo", realidad ecológica.

Autor: Jesús Rafael Martínez Guerrero.

1- Lectura del siguiente texto P. Teilhard de Chardin, «La misa sobre el mundo» en Himno del universo, Col. Estructuras y procesos, Serie Religión, Trotta, Madrid 20043, pp. 25-40.
2- Investigar qué situación inspiró al P. Teilhard de Chardin a este texto. Hacer un comentario del mismo que responda al siguiente título: «La eucaristía, liturgia del mundo». Completar la información con fuentes bibliográficas o hemerográficas a su elección.
a) La situación concreta que inspiró a Pierre Teilhard de Chardin a escribir La misa sobre el mundo fue la imposibilidad en que se encontró de celebrar la Misa en pleno desierto de Ordos en China, durante una expedición científica que realizó en 1923. Parece que era el día de la Transfiguración, fiesta por la que sentía especial predilección. En aquella circunstancia reflexionó sobre la irradiación de la Presencia eucarística sobre el Universo, llegando a plantear con ella el papel que juega la Presencia eucarística en la «economía del mundo»[1].
Respecto a la situación que llevó a Teilhard a escribir el texto nos dice Larrañaga: «Cautiva esa “misa sobre el mundo” que, estando el padre Pierre en las estepas peladas del Asia sin los implementos necesarios para la misa, celebra sobre el Altar de la tierra entera, ofreciendo el trabajo y el dolor del mundo. Su cáliz y patena son “las profundidades de un alma ampliamente abierta a todas las fuerzas que, en un instante, van a elevarse desde todos los puntos del globo y a converger hacia el espíritu”»[2].
b) Hacer un comentario del mismo que responda al siguiente título: La eucaristía, liturgia del mundo.
En el texto leído, La misa sobre el mundo, Teilhard, en un hermoso lenguaje, presenta toda una liturgia del universo que gira alrededor de la Eucaristía. Coloca a la Eucaristía como centro de todo el universo, y ese todo lo dirige hacia este sacramento. Para el autor el mundo, el universo, es toda una realidad integral que incluye todos los aspectos que lo conforman: lo natural, lo religioso, lo cristiano y lo sobrenatural[3], y éstos, forman parte de la dinámica de la Eucaristía.
En el escrito todos los elementos de la naturaleza y de la vida humana que se mencionan como parte de un todo litúrgico,  son existencias que se vuelcan y encuentran su máxima perfección en la celebración eucarística; es decir, que todos ellos constituyen una parte de la liturgia de la evolución, cuyo sentido no sólo radica en el hacia-delante del progreso, sino también en el hacia-arriba con el que Dios dirige a la misma evolución[4]. Esto es lo que hace La misa sobre el mundo, tomar todos los elementos del universo –tanto humanos como naturales– y dirigirlos hacia Dios mismo, pues será en Él que encuentren su sentido final, y, como se puede ver en el texto, se acrisolan uno con otro en el Cuerpo de Cristo para desaparecer y renacer[5].
Todo el himno que presenta Teilhard está lleno de figuras y símbolos –litúrgicos se pudieran decir– que presentan a la Eucaristía como aquella realidad por la que Dios va realizando la transustanciación del cosmos. Es por la celebración eucarística que aparece una nueva «sustancia», una transustanciación del universo y de la realidad entera del hombre, lo cual es prefigurado en la transustanciación eucarística. La Eucaristía es realidad escatológica que avecina la transformación del mundo, pues será aquí donde «Todo sigue invariable en el plano de lo fenoménico y todo se hace, sin embargo, luminoso, animado, amante: Cristo es quien aparece naciente, sin violentar nada, en el corazón del mundo»[6].
Es así que se puede afirmar que en la Eucaristía al ofrecer el pan y el vino como frutos de la creación y del trabajo, y en la misma medida en que estos son transformados en el Cuerpo y la Sangre de Jesús se va realizando la transformación escatológica de todo lo existente; de ahí la importancia de la pomposidad y solemnidad de las vestiduras y actos litúrgicos dentro de una celebración eucarística, pues ellos son prefiguración de la entrada y presencia del mundo divino, que se da en la Misa, en el mundo en que vivimos[7].
Si la celebración eucarística es resumen de la alabanza escatológica de toda la realidad, inclusive alabanza escatológica de todo el cosmos, y por esto, celebración celeste, entonces es celebración del mundo, pues ella es el resumen de la alabanza celestial de Dios y la plenitud escatológica del mundo. Por la celebración de la Misa el mundo se une nuevamente a la alabanza del Creador, por ende, el mundo es redimido en cada celebración litúrgica de la Misa. Este es el gran redescubrimiento que realiza Chardin, y que lo presenta de manera especial en La misa sobre el mundo, la dimensión e irradiación cósmica de la Eucaristía y de toda celebración litúrgica, y que hoy requiere ser descubierta nuevamente[8].
El texto que se ha leído es una clara oposición a esa reducción que se le hace a la Misa como finalidad comunitaria. Hoy en día se ve a la Eucaristía, con mucha fuerza, desde perspectivas que la reducen y la vuelve algo muy individualista, que sólo pertenece a aquellos que forman la comunidad y que sólo a ellos les afectan. Teilhard al recobrar el sentido cósmico universal se opone a esas tendencias, presentando el texto a la Misa como una realidad que diviniza al mundo y a todo lo que lo compone. Desde aquí, este texto es útil para defender un diálogo con las antiguas religiones naturalistas locales de Asia, África y Latinoamérica, como también en el diálogo con nuevos movimientos religiosos como el New Age, y que sí ven esa relación cósmica universal; mientras que nosotros hemos caído en un antropocentrismo reacio. Sólo retomando el sentido universal de la Eucaristía, como lo presenta La misa sobre el mundo, se podrán dar pasos certeros en esta dimensión[9]. El mismo Concilio Vaticano II fue claro al respecto al afirmar que «La Iglesia a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección sino "cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas" (Hch. 3,21) y cuando, con el género humano, también el universo entero, que está íntimamente unido con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovado (cf. Ef. 1,10; Col. 1,20; 2Pe. 3,10-13)» (LG 48).
Es desde la celebración eucarística que todas las cosas se van transformando. Así lo deja ver claro Teilhard en el capítulo que se titula Comunión: «Quiero, Dios mío que a contracorriente y por una fuerza de la que sólo tú puedes ser el autor, el espanto que me coge frente a las alteraciones sin nombre que se alistan para renovar mi ser, se torne gozoso y desbordante al ser transformado en ti»[10]. Es desde la Eucaristía y su fuerza en el mundo que nace la capacidad de transformación de todas las personas y las cosas. Tal parece que Chardin desea, con el texto leído, hacer frente a la teología medieval que centró su atención a la presencia real somática de Cristo que se recibió como herencia, y de esta manera presentar la dimensión eclesial-social-cósmica que tiene la Eucaristía. Con La misa sobre el mundo se deja entrever la capacidad transformadora de la Eucaristía sobre las personas, sobre las cosas, sobre todo el universo.
Para Teilhard, según Gesteira, la conversión que se da en la Eucaristía no sólo es conversión eucarística, sino que es conversión de toda la realidad, conversión del universo y de todo lo que lo compone[11]. Este autor reconoce dicha realidad al plantear que la Eucaristía está llamada a una transformación de las personas, del mundo, de las cosas; pero concluye que la transformación del mundo y de la creación entera sólo adquiere su verdadero cambio en la medida en que el hombre y la historia humana se transformen[12]. Él dice: «Sólo en la medida en que se transfigura el hombre se transfigura también el entorno humano, el mundo y las cosas»[13]. Por tanto, tal y como reconoce Pablo, sólo en la medida en que el hombre se convierta en hombre nuevo, en la misma medida se irá realizando la tierra nueva[14].
El mismo Pablo fue capaz de ver a toda la comunidad cristiana como un sólo cuerpo cuando comen del mismo pan (Cf. 1Cor. 10, 17), y este texto bien pudo ser, de cierta manera, un texto bisagra para que algunos Padres de la Iglesia fuesen capaces de ver a la Eucaristía como realidad que reúne a todos y a todo en una síntesis asumida por el mismo Cuerpo de Cristo. Soy de la opinión de que el hecho de que la eucaristía primitiva, y por ende hoy en día, fuera celebrada el primer día de la semana [«nos reunimos todos el día del sol, por ser el primer día, en que Dios sacando la materia de las tinieblas, hizo el mundo y en que Jesucristo, nuestro salvador, resucitó de entre los muertos» (Justino)] tenía un sentido claro de que en cada celebración eucarística se realizaba una nueva creación; tal vez y Pablo supo ver esta realidad al afirmar que Dios «nos ha dado a conocer su plan salvífico, que había decidido realizar por Cristo, llevando su proyecto salvador a su plenitud al constituir a Cristo en cabeza de todas las cosas, las del cielo y las de la tierra» (Ef. 1, 9-10).
Torres Queiruga ha visto esta realidad al plantear que la Eucaristía tiene una finalidad liturgica que va más allá del aquí y del ahora. Este autor es capaz de ver a los sacramentos como una realidad que lleva al encuentro con Cristo, y de una manera especial al sacramento de la Eucaristía por ser sacramento de sacramentos, pan de vida y alimento de la Iglesia. Para él lo que ocurre en la Misa es un «encuentro integral» con la persona de Cristo. De aquí se puede desprender que el encuentro no ocurre solamente entre personas indivuduales, sino que va más allá, es decir, que integraliza todo. El mismo texto de La misa sobre el mundo, según Torres Queiruga, expresa de manera admirable este simbolismo[15].

Por otro lado, este «encuentro integracional» se puede notar tambien en la Didaché cuando dice: «Como este fragmento disperso por los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu iglesia en tu reino desde los confines de la tierra» (IX, 4). Para P. Eyt este fragmento expresa la identidad y misión de la Iglesia para con el mundo, y que bien puede consistir en reunir a todo el universo alrededor de la Eucaristía[16]. Igualmente, si nos fijamos en el texto joánico Jn. 6, 51c: «Yo lo doy para la vida del mundo», cuando Jesús está dando su discurso sobre el Pan de Vida, el escritor sagrado es capaz de encontrar que la eucaristía tiene como fin el dar vida al mundo, y desde este trasfondo se puede vislumbrar que una de las funciones de la Eucaristía es llevar al mundo a su vida plena en la medida en que se una con Jesús.

Se puede concluir que el fondo que bien pudo mover a Teilhard a ver a Cristo como el punto omega hacia donde se dirige toda la evolución, y por ende, todo el universo apunta y desemboca, y así mismo La misa sobre el mundo se desarrolla, pudo haber sido desde las ideas paulinas de un Cristo que recapitula todas las cosas en él (Cf. 1Cor. 3, 22-23 –El mundo inferior entero está orientado hacia el hombre, el hombre hacia Cristo y Cristo hacia Dios–), hasta un evangelista como Juan en su discurso eucarístico, o bien la idea que estuvo en la Didaché, o en Padres de la Iglesia como Justino e Ireneo de Lyon.

Por tanto, sí es claro que esta dimensión cósmica – universal no es nueva, sino que Teilhard la ha revivido, y ha hecho bien en recordarnos esta finalidad de la Eucaristía. Esta dimensión cósmica universal de la Eucaristía que redescubre Teilhard tiene su base en la posición que él sabe ver que ocupa la materia dentro del universo: capaz de descubrir la potencia espiritual que posee la materia, esa materia que para él es la última y más deslumbrante manifestación de Dios, es decir, teofanía[17]. Desde esta dimensión «resucitada» está apoyada fuertemente la teoría theilhardiana de la evolución del mundo y del espíritu, así como su fe y confianza en su sentido final desde un sentido eucarístico reflejado en La misa sobre el mundo, y donde la cosmogénesis conduce mediante la biogénesis a una noogénesis, y la noogénesis en cambio halla su perfección en una cristogénesis, que se va dando en la Eucaristía de una manera muy especial.

[1] Cf. «La misa sobre el mundo», en http://www.marianistas.org/espiritualidad/misa_sobre_mundo.rtf (29.04.2010), p. 1.
[2] I. Larrañaga, Salmos para la vida, Ed. San Pablo, Bogotá 20089, p. 67.
[3] Cf. R. Latourelle et al, «Teilhard de Chardin» en Diccionario de teología fundamental, Ed. San Pablo, Madrid 19922, p. 1401.
[4] Cf. Ibidem, 1402.
[5] Cf. P. Teilhard de Chardin, «La misa sobre el mundo» en Himno del universo, Col. Estructuras y procesos, Serie Religión, Trotta, Madrid 20043, p. 40.
[6] Citado en Manuel Gesteira, La Eucaristía. Misterio de comunión, Ed. Sígueme, Salamanca 20065, p. 589.
[7] Cf. Artículo sin autor citado en «Presencia de Cristo en la Eucaristía», en http://www.conocereisdeverdad.org/website/index.php?id=5949 (29.04.2010).
[8] Cf. Idem.
[9] Cf. «Presencia de Cristo en la Eucaristía»…
[10] P. Teilhard de Chardin, «La misa sobre el mundo»…, p. 35.
[11] Cf. Manuel Gesteira, La Eucaristía. Misterio de comunión…, p. 598.
[12] Cf. Ibidem, p. 600.
[13] Idem.
[14] Cf. Rom. 20, 8-ss.
[15] Cf. Andrés Torres Queiruga. Los sacramentos hoy: significado y vivencia, en Revista Encrucillada, Santiago de Compostela, vol. 26, n. 127, 2002, p. 153-176. Se puede encontrar en internet en la dirección http://www.pucminas.br/documentos/horizonte_12_artigo_01.pdf, pp. 27-28, (29.04.2010).
[16] P. Eyt, «Testigos de la eucaristía en el s. II» en La Eucaristía en la Biblia, Col. CB 37, Ed. Verbo divino, Estella 19936, p.62.
[17] Cf. I. Larrañaga, Salmos para la vida…, p. 67.